Así ha ocurrido en Cabezón de la Sal. Ramón Aguirre se jubiló en 2004 y como él dice era un puesto que nadie quería, el de trabajar con muertos, y alguien tenía que hacerlo. Ha pasado muchas calamidades y reconoce que ha sido un esclavo de su oficio. Ante las grandes preguntas, al enfrentarse al delicado momento que es la muerte de una persona cercana, algunos podrán buscar consuelo o compañía en la 'Biblia', en el 'Tao Te King', o en los libros de autoayuda de Paulo Coelho o en los de Walter Riso. Una mirada lúcida la plantea Thomas Lynch en 'El enterrador'. El autor insiste en que lo que se haga con los muertos «a los muertos no les importa, sólo les importa a los vivos».
Y llega el momento del enterrador. Hay profesiones de difícil cobertura para las que el INEM no encuentra aspirantes, pese a la crisis económica. Actualmente, en las dos Castillas se buscan pastores, en las islas Baleares y Canarias médicos, en Madrid un croupier, en el País Vasco una doncella y en Cataluña enterradores. El inquietante oficio fúnebre siempre ha dado quebraderos de cabeza a los ayuntamientos y pedanías porque voluntarios para enfrentarse a diario a la muerte escasean cada vez más. Tampoco es un trabajo bien remunerado y para llegar a final de mes, el sepulturero debe abarcar cuantos más cementerios, mejor. Ramón Aguirre (Cabezón de la Sal, 1937) pertenece a este macabro gremio profesional, aunque ya está jubilado desde hace cinco años. Su hijo ha seguido sus pasos porque se trata de un oficio seguro y hererado de su progenitor.
«Hasta que en 1972 me nombraron enterrador oficial de Cabezón de la Sal, me dedicaba a la albañilería». Ramón Aguirre confeccionaba nichos antes de entrar en su nuevo trabajo: «Para mí era sencillo. Tienen unas medidas estándar: 70 centímetros de ancho, 60 de alto y 2'50 metros de largo. Nunca ha habido pega para un difunto». Asegura que jamás ha visto imágenes fantasmales en un camposanto, ni una tumba romántica junto al mar como la de 'Annabel Lee' de Edgar Allan Poe. Las cosas han sido bastante más prosaicas en su vida: «Había una funeraria en Cabezón, 'Virgen del Campo'. Por mediación de esta empresa me empezaron a encargar entierros, y así estuve hasta que me convirtió el Ayuntamiento en sepulturero oficial. Entonces estaba de alcalde Juan Manuel López, y de primer teniente de alcalde Ambrosio Calzada, que poco después le reemplazaría y que, cosas de la vida, le enterraría en el año 1992». Además de Cabezón, su radio de acción abarcaba a Comillas, San Vicente de la Barquera, Udías, Ruiloba, Cabuérniga. «Me llamaban funerarias o familiares de los muertos», precisa. Calcula que daba sepultura entre 200 y 300 personas al año.
El aspecto que al principio le daba más repulsión era el estado de conservación del cadáver: «Los hay que se conservan mucho, pero al estar los cuerpos vestidos y en el caso de los hombres con traje y corbata se cría una cantidad de porquería, y salen cientos de gusanos. Al principio te da asco, pero con el paso del tiempo te vas acostumbrado. ¡Qué remedio te queda!». Ramón no sacó el carnet de conducir, y el elemento de transporte que más utilizaba era la bicicleta, y también una moto pequeña, aunque menos. «Había que tener buenas piernas para desplazarte por aquellas carreteras infernales y llegar a tiempo al cementerio», rememora. Él ha hecho muchas sepulturas de tierra, y explica el caso especial de Comillas: «Por problemas de espacio y al haber nichos de bóveda, lo que impedía que entraran las cajas, había que optar en contra del deseo de la familia por enterrar a los difuntos en tumbas o incluso incinerarlos en el crematorio de Ciriego. Pero al muerto le da lo mismo, ya no se entera de nada, como si repican las campanas en su honor». En esta villa, se encontró el cadáver de un soldado alemán que luchó con el bando nacional a unos tres metros de la entrada del cementerio. «Su familia se desplazó hasta Cantabria porque tenía constancia de que había muerto en el frente de Comillas y con la ayuda de unos especialistas y con un GPS se logró localizar sus huesos y la calavera con la marca de un disparo en la frente». Los restos mortales serían repatriados a Alemania.
Echa una nueva mirada atrás, lo que es recurrente en la conversación: «Mire, no me arrepiento de este trabajo. ¿Por qué me voy a arrepentir? ¿Qué no es agradable? Alguien tenía que hacerlo y me tocó, no le doy más vueltas. Si le soy sincero tampoco ha sido una profesión aburrida, porque vives pendiente de la llamada de la funeraria, a cualquier hora del día. Estás de guardia: «'Ramón, a las 9 de la mañana entierras en San Vicente', te avisan. Y así en cualquier momento». Lo que más que le desagradaba era tener que estar presente en las autopsias: «Eso resultaba terrible. Había que ir al depósito del cementerio de Cabezón y esperar al forense. Al principio debía sostener la cabeza del muerto mientras él habría el cuerpo. Menos mal que se construyó un yugo a medida para apoyar el cráneo. Todo es hacerse».
No considera un oficio de valientes «tratar con muertos», pero a veces es difícil encontrar el sentido d e la vida: «Sólo sé que para eso nacemos, para morir».
Y llega el momento del enterrador. Hay profesiones de difícil cobertura para las que el INEM no encuentra aspirantes, pese a la crisis económica. Actualmente, en las dos Castillas se buscan pastores, en las islas Baleares y Canarias médicos, en Madrid un croupier, en el País Vasco una doncella y en Cataluña enterradores. El inquietante oficio fúnebre siempre ha dado quebraderos de cabeza a los ayuntamientos y pedanías porque voluntarios para enfrentarse a diario a la muerte escasean cada vez más. Tampoco es un trabajo bien remunerado y para llegar a final de mes, el sepulturero debe abarcar cuantos más cementerios, mejor. Ramón Aguirre (Cabezón de la Sal, 1937) pertenece a este macabro gremio profesional, aunque ya está jubilado desde hace cinco años. Su hijo ha seguido sus pasos porque se trata de un oficio seguro y hererado de su progenitor.
«Hasta que en 1972 me nombraron enterrador oficial de Cabezón de la Sal, me dedicaba a la albañilería». Ramón Aguirre confeccionaba nichos antes de entrar en su nuevo trabajo: «Para mí era sencillo. Tienen unas medidas estándar: 70 centímetros de ancho, 60 de alto y 2'50 metros de largo. Nunca ha habido pega para un difunto». Asegura que jamás ha visto imágenes fantasmales en un camposanto, ni una tumba romántica junto al mar como la de 'Annabel Lee' de Edgar Allan Poe. Las cosas han sido bastante más prosaicas en su vida: «Había una funeraria en Cabezón, 'Virgen del Campo'. Por mediación de esta empresa me empezaron a encargar entierros, y así estuve hasta que me convirtió el Ayuntamiento en sepulturero oficial. Entonces estaba de alcalde Juan Manuel López, y de primer teniente de alcalde Ambrosio Calzada, que poco después le reemplazaría y que, cosas de la vida, le enterraría en el año 1992». Además de Cabezón, su radio de acción abarcaba a Comillas, San Vicente de la Barquera, Udías, Ruiloba, Cabuérniga. «Me llamaban funerarias o familiares de los muertos», precisa. Calcula que daba sepultura entre 200 y 300 personas al año.
El aspecto que al principio le daba más repulsión era el estado de conservación del cadáver: «Los hay que se conservan mucho, pero al estar los cuerpos vestidos y en el caso de los hombres con traje y corbata se cría una cantidad de porquería, y salen cientos de gusanos. Al principio te da asco, pero con el paso del tiempo te vas acostumbrado. ¡Qué remedio te queda!». Ramón no sacó el carnet de conducir, y el elemento de transporte que más utilizaba era la bicicleta, y también una moto pequeña, aunque menos. «Había que tener buenas piernas para desplazarte por aquellas carreteras infernales y llegar a tiempo al cementerio», rememora. Él ha hecho muchas sepulturas de tierra, y explica el caso especial de Comillas: «Por problemas de espacio y al haber nichos de bóveda, lo que impedía que entraran las cajas, había que optar en contra del deseo de la familia por enterrar a los difuntos en tumbas o incluso incinerarlos en el crematorio de Ciriego. Pero al muerto le da lo mismo, ya no se entera de nada, como si repican las campanas en su honor». En esta villa, se encontró el cadáver de un soldado alemán que luchó con el bando nacional a unos tres metros de la entrada del cementerio. «Su familia se desplazó hasta Cantabria porque tenía constancia de que había muerto en el frente de Comillas y con la ayuda de unos especialistas y con un GPS se logró localizar sus huesos y la calavera con la marca de un disparo en la frente». Los restos mortales serían repatriados a Alemania.
Echa una nueva mirada atrás, lo que es recurrente en la conversación: «Mire, no me arrepiento de este trabajo. ¿Por qué me voy a arrepentir? ¿Qué no es agradable? Alguien tenía que hacerlo y me tocó, no le doy más vueltas. Si le soy sincero tampoco ha sido una profesión aburrida, porque vives pendiente de la llamada de la funeraria, a cualquier hora del día. Estás de guardia: «'Ramón, a las 9 de la mañana entierras en San Vicente', te avisan. Y así en cualquier momento». Lo que más que le desagradaba era tener que estar presente en las autopsias: «Eso resultaba terrible. Había que ir al depósito del cementerio de Cabezón y esperar al forense. Al principio debía sostener la cabeza del muerto mientras él habría el cuerpo. Menos mal que se construyó un yugo a medida para apoyar el cráneo. Todo es hacerse».
No considera un oficio de valientes «tratar con muertos», pero a veces es difícil encontrar el sentido d e la vida: «Sólo sé que para eso nacemos, para morir».
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