Ha pasado un año y aún hay quien se levanta sobresaltado ante el sonido de la lluvia en los cristales y el rumor del río. Aunque apenas queda rastro de las inundaciones de 2010, en este junio gris el barro está todavía incrustado en las juntas de la memoria.
La muerte de una anciana en Treceño (Valdáliga), el epicentro de las trombas, añadió otra dimensión a aquella catástrofe. En este pueblo, cientos de vecinos se vieron, literalmente, con el agua al cuello. Para los hijos de Aurora Remesal (la víctima), el aniversario a recordar es el de la trágica muerte de su madre, que pereció tres días después tras tragar agua y barro en la cocina de su propia casa.
La vivienda de Aurora, situada al lado de las vías del tren, tiene un muro y un patio nuevo. Su hijo José cuenta el esfuerzo de la familia por reponerse del drama y lamenta la precariedad de las ayudas disponibles y la falta de apoyo de las autoridades en el sepelio de la única víctima mortal de las inundaciones. Exime de sus reproches al alcalde, Lorenzo González, considerado un héroe para muchos de sus vecinos, después de que rescatase a Eloy, el otro hijo de Aurora, al que cargó a la espalda cientos de metros con el agua hasta el pecho, después de rescatarlo de morir ahogado dentro de su casa, porque se le había quedado una pierna presa entre el marco de una puerta y el techo. Lorenzo se desplomó por la corriente y el agotamiento, pero se levantó y volvió a cargar con Eloy, unos metros más, hasta la ambulancia.
La que iba a casarse
Durante días, los enseres arrastrados por la corriente invadieron las calles del barrio La Plaza. En la casa de los padres de Leticia Fernández el río derribó un tabique, que a punto estuvo de caer sobre la madre, y se llevó por delante todo el mobiliario. Después de un año, aún no han vuelto a la normalidad. «Esta tarde nos traen el sofá», cuenta Leticia, que se casó días después de la riada. Dice que, al salir su casa en el periódico, muchos de sus invitados la llamaron para cerciorarse de que la boda iba a celebrarse a pesar de todo. Y sí, hubo boda, y pronto va a celebrar su primer aniversario.
Su casa familiar está impecable, limpia y con sus balcones llenos de flores. Pero no todas están así. A la de la familia Fernández la flanquean dos cuyos dueños ni siquiera se molestaron en quitar el barro de dentro. «No viven aquí y no se han preocupado de limpiarlas, y nos están provocando humedades».
Lorenzo, el alcalde, recorre Treceño, un año después, y señala allí y allá las reparaciones, reposiciones, asfaltados, escolleras y muros que devolvieron al pueblo la dignidad aplastada bajo el fango. Todo, dice, del bolsillo municipal, que con sus exiguos millón y medio de euros anuales de presupuesto, tuvo que gastar 600.000. «Ni un duro nos llegó», critica ante el puente de otro pueblo, Birruezas, que se tragó el río y dejó incomunicados al centenar de vecinos durante siete meses, «obligados a recorrer 12 kilómetros para salvar una distancia de tres». Como nadie se hacía cargo de la obra -que correspondería a la Confederación Hidrográfica del Cantábrico-, hubo que arañar 200.000 euros a los fondos municipales.
Bajo el flamante puente corre un río flaco, inofensivo. «Es que el Escudo en esta época va casi seco, porque se sume arriba», explica.
Pasa Blanca, vecina del barrio de Requejo, que saca el mensaje más positivo del desastre. Ni su casa ni la de ningún miembro de su familia se inundó, pero trabajó como la que más. «Aquí salimos todos, el pueblo entero se puso las catiuscas y se volcó en ayudar, a sacar barro, retirar muebles... niños y viejos, hasta las tantas de la noche».
En La Herrería, el gallinero del mesón El Tropezón vuelve a estar lleno de gallinas. El día de las crecidas, el río saltó por el puente y las mató a todas. Las barandillas todavía están sin reponer. «Y así quedará», dice el alcalde. Tampoco aquí la CHC echó mano. «Que no hay dinero, nos dicen».
El río, eso sí, baja más limpio. O porque los técnicos de la Confederación aprendieron la lección o porque la propia naturaleza barrió de un plumazo los troncos y la maleza que formaron las mortíferas presas el año pasado.
Así ocurrió en Bustriguado, otro de los pueblos arrasados. Todos los vecinos tienen marcado en la memoria el 15 de junio de 2010, cuando una enorme ola, coronada por árboles empinados arrancados de cuajo, arrasó con todo lo que pilló río abajo. «De terror», dice María que fue.
A punto de parir
Hoy pasea con Natalia, su bebé de 11 meses, que aquel día aún llevaba en su vientre, «vi a la gente correr, los árboles de pie, vi el agua ante mi puerta... pedí auxilio, los del Ayuntamiento me dijeron ¡tírate!, pero ¡estaba de ocho meses! Me metieron en una cuadra hasta que pasó el peligro... Me llegaba el agua a la cintura», recuerda. A su lado, los hermanos Manuel y Fidel Gutiérrez, que viven en la plaza del pueblo, se echan las manos a la cabeza al recordar que estaban almorzando cuando el agua entró hasta la cocina, y Maximino, cuya casa está justo al lado del puente, cuenta que en sus 81 años jamás había visto algo parecido... «el río sonaba como las olas de la mar». Las aceras de hormigón que salieron flotando ya están en su sitio.
El rastro de antigüedades de Treceño cerró sus puertas. El dueño, Arturo Fernández, enseña lo poco que le quedó de la riada. Los muebles que tenía a la venta «los quemé todos. Todo quedó inservible». Fue, para su familia, un mes horrible, «mi mujer estaba en el hospital, luego operaron a mi hija, yo tuve un accidente... Arrastro una depresión desde entonces».
Otros han salido adelante, como los de la Ferretería Amieva, aunque aquí la riada se cebó de lleno con el almacén. «Fue gordísima», dice Antonio, que muestra la marca del agua en su sótano, a metro y pico de altura. «Lo recuerdo muy mal, con una impotencia fuera de serie, no se puede ni expresar...», dice el encargado.
Más allá, más de lo mismo. En Unquera (Val de San Vicente) las crecidas llegaron un día después, el 16 de junio, tragándose todo el paseo marítimo, garajes, bajos comerciales, edificios públicos, parques y todo aquello cercano al Deva, que subió y subió como «una marea que no paraba. Pasamos miedo, al menos estuvo seis horas subiendo», dice Nicolai, de la Confitería Pindal, que el año pasado puso unas tablas en las puertas del negocio. Puertas al mar. El agua llegó a media barra. Bajo el puente aún se ven algunos troncos enganchados.
Hay quien las huele
En Molleda, las inundaciones son un mal endémico de las que se libran pocos años. «Mi primo las intuye, a él nunca le pillan desprevenido. No sé si lo huele o qué», comenta Pedro en el bar Casa Pepe, donde estos días despliegan El Diario de aquel 16 de junio de 2010, con unas imágenes aéreas que muestran el mar marrón que se tragó su pueblo. En Molleda están hartos. Muchos no tienen aseguradas sus casas «porque nadie nos quiere asegurar», y el que no tiene seguro no cobra del Consorcio, «hoy ves el pueblo así de bien gracias a nuestros bolsillos y a que nos ayudamos unos a otros», cuenta Pepe, y todos critican las «promesas electorales que nunca se cumplen», que hablan de soluciones que no llegan. Porque creen que tiene remedio: «que pongan unas compuertas y cierren el pueblo, y unas bombas de achique».
Están a punto de celebrar las fiestas de Sagrado Corazón. Venden unas camisetas que pone: 'se necesita sol para un fiestón'. Las del año pasado se suspendieron.
Paisaje infinito
Al otro lado de Cantabria, en Ampuero, el río Asón superó los cinco metros de altura, inundando el entorno de la plaza de toros de La Nogalera, los aparcamientos y la bolera. Piélagos fue otro de los municipios azotados por el desbordamiento del río Pas, haciendo que la situación cobrara cierto nivel de riesgo. Uno de esos puntos fue el barrio La Isla, una zona que quedó totalmente anegada y en la que fue necesaria la intervención de varios efectivos de la Cruz Roja, que procedieron a la evacuación de cuatro personas con equipos acuáticos.
Los estragos en Casar de Periedo (Cabezón de la Sal) aún continúan sin repararse. Se perdió todo el terreno cultivado de maíz y se abrió un frente que desvió el río, que sigue igual un año después. «Cada vez que llueve temblamos, porque es muy fácil que el pueblo se nos inunde», dice el pedáneo, José Luis González Conchas.
En Castro Urdiales la peor parte se la llevó, como siempre, la pedanía de Sámano que, no obstante, volvió a la normalidad poco tiempo después.
La cruz de los samaniegos
Y es que sus vecinos están tan acostumbrados que están provistos de todos los materiales necesarios para frenar el agua. Bombas de achique y sacos de arena forman parte del menaje de hogar en las viviendas próximas al río.
Este junio, la lluvia ha sido menos intensa y ha dado un respiro. No obstante, el problema no está solucionado, lo que indigna, preocupa e inquieta a los vecinos de la zona. Siguen pidiendo al Gobierno de Cantabria que acometa las tan demandadas obras de dragado del río y levantamiento de diques.
En la villa de Suances, las trombas desbordaron por completo todas las previsiones. El agua anegó varios establecimientos de la zona del camping y los vecinos se quejaron de la «poca preparación ante los avisos de fuertes lluvias». El mal estado de los aliviaderos y de las salidas de las canalizaciones, en las que se acumulaban ramas y botellas, impidieron que el agua fluyera con normalidad.
Vuelta al occidente, en la noche del 15 de junio cayeron 150 litros de agua por metro cuadrado en Peñarrubia. No se recordaba una crecida tan grande del Deva desde hacía más de 40 años. Hubo importantes destrozos causados por la lluvia y los argayos. Secundino Caso, el alcalde, dice que «los daños mayores se causaron en Cicera, valorados en más de 200.000 euros, cantidad que fue aportada por la Confederación Hidrográfica».
La muerte de una anciana en Treceño (Valdáliga), el epicentro de las trombas, añadió otra dimensión a aquella catástrofe. En este pueblo, cientos de vecinos se vieron, literalmente, con el agua al cuello. Para los hijos de Aurora Remesal (la víctima), el aniversario a recordar es el de la trágica muerte de su madre, que pereció tres días después tras tragar agua y barro en la cocina de su propia casa.
La vivienda de Aurora, situada al lado de las vías del tren, tiene un muro y un patio nuevo. Su hijo José cuenta el esfuerzo de la familia por reponerse del drama y lamenta la precariedad de las ayudas disponibles y la falta de apoyo de las autoridades en el sepelio de la única víctima mortal de las inundaciones. Exime de sus reproches al alcalde, Lorenzo González, considerado un héroe para muchos de sus vecinos, después de que rescatase a Eloy, el otro hijo de Aurora, al que cargó a la espalda cientos de metros con el agua hasta el pecho, después de rescatarlo de morir ahogado dentro de su casa, porque se le había quedado una pierna presa entre el marco de una puerta y el techo. Lorenzo se desplomó por la corriente y el agotamiento, pero se levantó y volvió a cargar con Eloy, unos metros más, hasta la ambulancia.
La que iba a casarse
Durante días, los enseres arrastrados por la corriente invadieron las calles del barrio La Plaza. En la casa de los padres de Leticia Fernández el río derribó un tabique, que a punto estuvo de caer sobre la madre, y se llevó por delante todo el mobiliario. Después de un año, aún no han vuelto a la normalidad. «Esta tarde nos traen el sofá», cuenta Leticia, que se casó días después de la riada. Dice que, al salir su casa en el periódico, muchos de sus invitados la llamaron para cerciorarse de que la boda iba a celebrarse a pesar de todo. Y sí, hubo boda, y pronto va a celebrar su primer aniversario.
Su casa familiar está impecable, limpia y con sus balcones llenos de flores. Pero no todas están así. A la de la familia Fernández la flanquean dos cuyos dueños ni siquiera se molestaron en quitar el barro de dentro. «No viven aquí y no se han preocupado de limpiarlas, y nos están provocando humedades».
Lorenzo, el alcalde, recorre Treceño, un año después, y señala allí y allá las reparaciones, reposiciones, asfaltados, escolleras y muros que devolvieron al pueblo la dignidad aplastada bajo el fango. Todo, dice, del bolsillo municipal, que con sus exiguos millón y medio de euros anuales de presupuesto, tuvo que gastar 600.000. «Ni un duro nos llegó», critica ante el puente de otro pueblo, Birruezas, que se tragó el río y dejó incomunicados al centenar de vecinos durante siete meses, «obligados a recorrer 12 kilómetros para salvar una distancia de tres». Como nadie se hacía cargo de la obra -que correspondería a la Confederación Hidrográfica del Cantábrico-, hubo que arañar 200.000 euros a los fondos municipales.
Bajo el flamante puente corre un río flaco, inofensivo. «Es que el Escudo en esta época va casi seco, porque se sume arriba», explica.
Pasa Blanca, vecina del barrio de Requejo, que saca el mensaje más positivo del desastre. Ni su casa ni la de ningún miembro de su familia se inundó, pero trabajó como la que más. «Aquí salimos todos, el pueblo entero se puso las catiuscas y se volcó en ayudar, a sacar barro, retirar muebles... niños y viejos, hasta las tantas de la noche».
En La Herrería, el gallinero del mesón El Tropezón vuelve a estar lleno de gallinas. El día de las crecidas, el río saltó por el puente y las mató a todas. Las barandillas todavía están sin reponer. «Y así quedará», dice el alcalde. Tampoco aquí la CHC echó mano. «Que no hay dinero, nos dicen».
El río, eso sí, baja más limpio. O porque los técnicos de la Confederación aprendieron la lección o porque la propia naturaleza barrió de un plumazo los troncos y la maleza que formaron las mortíferas presas el año pasado.
Así ocurrió en Bustriguado, otro de los pueblos arrasados. Todos los vecinos tienen marcado en la memoria el 15 de junio de 2010, cuando una enorme ola, coronada por árboles empinados arrancados de cuajo, arrasó con todo lo que pilló río abajo. «De terror», dice María que fue.
A punto de parir
Hoy pasea con Natalia, su bebé de 11 meses, que aquel día aún llevaba en su vientre, «vi a la gente correr, los árboles de pie, vi el agua ante mi puerta... pedí auxilio, los del Ayuntamiento me dijeron ¡tírate!, pero ¡estaba de ocho meses! Me metieron en una cuadra hasta que pasó el peligro... Me llegaba el agua a la cintura», recuerda. A su lado, los hermanos Manuel y Fidel Gutiérrez, que viven en la plaza del pueblo, se echan las manos a la cabeza al recordar que estaban almorzando cuando el agua entró hasta la cocina, y Maximino, cuya casa está justo al lado del puente, cuenta que en sus 81 años jamás había visto algo parecido... «el río sonaba como las olas de la mar». Las aceras de hormigón que salieron flotando ya están en su sitio.
El rastro de antigüedades de Treceño cerró sus puertas. El dueño, Arturo Fernández, enseña lo poco que le quedó de la riada. Los muebles que tenía a la venta «los quemé todos. Todo quedó inservible». Fue, para su familia, un mes horrible, «mi mujer estaba en el hospital, luego operaron a mi hija, yo tuve un accidente... Arrastro una depresión desde entonces».
Otros han salido adelante, como los de la Ferretería Amieva, aunque aquí la riada se cebó de lleno con el almacén. «Fue gordísima», dice Antonio, que muestra la marca del agua en su sótano, a metro y pico de altura. «Lo recuerdo muy mal, con una impotencia fuera de serie, no se puede ni expresar...», dice el encargado.
Más allá, más de lo mismo. En Unquera (Val de San Vicente) las crecidas llegaron un día después, el 16 de junio, tragándose todo el paseo marítimo, garajes, bajos comerciales, edificios públicos, parques y todo aquello cercano al Deva, que subió y subió como «una marea que no paraba. Pasamos miedo, al menos estuvo seis horas subiendo», dice Nicolai, de la Confitería Pindal, que el año pasado puso unas tablas en las puertas del negocio. Puertas al mar. El agua llegó a media barra. Bajo el puente aún se ven algunos troncos enganchados.
Hay quien las huele
En Molleda, las inundaciones son un mal endémico de las que se libran pocos años. «Mi primo las intuye, a él nunca le pillan desprevenido. No sé si lo huele o qué», comenta Pedro en el bar Casa Pepe, donde estos días despliegan El Diario de aquel 16 de junio de 2010, con unas imágenes aéreas que muestran el mar marrón que se tragó su pueblo. En Molleda están hartos. Muchos no tienen aseguradas sus casas «porque nadie nos quiere asegurar», y el que no tiene seguro no cobra del Consorcio, «hoy ves el pueblo así de bien gracias a nuestros bolsillos y a que nos ayudamos unos a otros», cuenta Pepe, y todos critican las «promesas electorales que nunca se cumplen», que hablan de soluciones que no llegan. Porque creen que tiene remedio: «que pongan unas compuertas y cierren el pueblo, y unas bombas de achique».
Están a punto de celebrar las fiestas de Sagrado Corazón. Venden unas camisetas que pone: 'se necesita sol para un fiestón'. Las del año pasado se suspendieron.
Paisaje infinito
Al otro lado de Cantabria, en Ampuero, el río Asón superó los cinco metros de altura, inundando el entorno de la plaza de toros de La Nogalera, los aparcamientos y la bolera. Piélagos fue otro de los municipios azotados por el desbordamiento del río Pas, haciendo que la situación cobrara cierto nivel de riesgo. Uno de esos puntos fue el barrio La Isla, una zona que quedó totalmente anegada y en la que fue necesaria la intervención de varios efectivos de la Cruz Roja, que procedieron a la evacuación de cuatro personas con equipos acuáticos.
Los estragos en Casar de Periedo (Cabezón de la Sal) aún continúan sin repararse. Se perdió todo el terreno cultivado de maíz y se abrió un frente que desvió el río, que sigue igual un año después. «Cada vez que llueve temblamos, porque es muy fácil que el pueblo se nos inunde», dice el pedáneo, José Luis González Conchas.
En Castro Urdiales la peor parte se la llevó, como siempre, la pedanía de Sámano que, no obstante, volvió a la normalidad poco tiempo después.
La cruz de los samaniegos
Y es que sus vecinos están tan acostumbrados que están provistos de todos los materiales necesarios para frenar el agua. Bombas de achique y sacos de arena forman parte del menaje de hogar en las viviendas próximas al río.
Este junio, la lluvia ha sido menos intensa y ha dado un respiro. No obstante, el problema no está solucionado, lo que indigna, preocupa e inquieta a los vecinos de la zona. Siguen pidiendo al Gobierno de Cantabria que acometa las tan demandadas obras de dragado del río y levantamiento de diques.
En la villa de Suances, las trombas desbordaron por completo todas las previsiones. El agua anegó varios establecimientos de la zona del camping y los vecinos se quejaron de la «poca preparación ante los avisos de fuertes lluvias». El mal estado de los aliviaderos y de las salidas de las canalizaciones, en las que se acumulaban ramas y botellas, impidieron que el agua fluyera con normalidad.
Vuelta al occidente, en la noche del 15 de junio cayeron 150 litros de agua por metro cuadrado en Peñarrubia. No se recordaba una crecida tan grande del Deva desde hacía más de 40 años. Hubo importantes destrozos causados por la lluvia y los argayos. Secundino Caso, el alcalde, dice que «los daños mayores se causaron en Cicera, valorados en más de 200.000 euros, cantidad que fue aportada por la Confederación Hidrográfica».
0 Opiniones...Anímate a participar :
Publicar un comentario