El infierno existe y quien sale de él lo hace con el cuerpo
machacado, el rostro desencajado y tiznado con ese color verduzco que
produce el barro seco. Los dientes le rechinan, las tripas se le
revuelven y el cansancio logra cotas imposibles de superar. Hace 116
millones de años, en el Cretácico inferior, devastadores incendios
forjaron las puertas del Averno cántabro: los bellos territorios por los
que miles de héroes anónimos se enfrentan cada año a los '10.000 de El
Soplao', un referente de las carreras de mountain bike, ultrail y
ciclismo de carretera, a la que este año se une el 'Soplaoman' (triatlón
de larga distancia). Una de las claves de la competición es el capricho
de la climatología, esa que en Cantabria es un misterio. El año que no
llueve y hace frío, los termómetros son capaces de superar los 35
grados. Es el 'Infierno del Norte', ese que tanto seduce a los
deportistas más duros, y que cobija en sus atardeceres tiznados de rojo
un paraíso de infinitas posibilidades. De qué va esto. De lo que se
trata es de visitar el valle del Saja-Nansa y descubrir sus recovecos.
Aviso: viajamos al útero de la Madre Tierra. Pero tranquilos que para
conocerlo no hace falta sufrir.
La cueva de El Soplao
La cavidad se ubica en el extremo occidental del territorio, en la
Sierra de Arnero, un reino agreste en el que los prados pelados son los
únicos monarcas y las vacas -de raza tudanca, reconocibles por su
cornamenta- los principales habitantes. Fue bajo estas tierras donde, en
el siglo XIX, comenzó a horadarse un gigantesco hormiguero minero, el
complejo de La Florida. Había que extraer de las entrañas de tierra toda la cantidad posible de
zinc y hierro que escondía: de hecho, había tanto que la explotación
duró cerca de cien años. Cuando la mina se cerró en 1978, todavía
trabajaban en ella 210 trabajadores, lo que puede dar una idea de su
tamaño. A la cueva le sobran los apelativos: la Capilla Sixtina de la
Geología. El Soplao constituye un deleite para todo el que se acerque a
visitarlo, que podrá disfrutar de un recorrido que sobrecogerá por la
espectacularidad, abundancia y diversidad de sus formaciones excéntricas
y por el mayor y más fructífero yacimiento de ámbar de Europa, que la
convierten en una cavidad única. Un auténtico juego de sombras y luces,
de colores, un festival de sensaciones.
Además de su valor geológico, la cueva y su entorno albergan un
excepcional patrimonio de arqueología industrial minera, con más de 20
kilómetros de galerías. La actividad minera también ha dejado su huella
en el espacio exterior: castilletes, hornos de calcinación, lavaderos,
talleres... Las labores mineras se orientaron a la extracción de blenda y
galena, dos de las mejores menas para la obtención de zinc y plomo,
respectivamente.
Poblado cántabro
Merece la pena escaparse unos metros del casco urbano de Cabezón de
la Sal para viajar hacia tiempos pretéritos. Cuando uno se adentra en la
elevación montañosa del Picu la Torre, la luz baña los tejados de brezo
y paja. Las grietas de las paredes de adobe de las cabañas transportan
al visitante hasta hace más de 2.000 años. Los restos del castro que
protegen las residencias de los antiguos pobladores, que tanto tardaron
en someterse a los romanos, permiten conocer cómo vivieron en aquella
época. Al atravesar las murallas aparecen las diminutas residencias de
planta redonda y rectangular, donde piedra, madera, barro y escoba
vegetal han sido las únicas materias primas para su construcción. En su
interior, hay restos del fuego que usaban para cocinar su caza y para
pasar los fríos inviernos, así como las camas que habilitaban con pieles
de animales.
Tras los pasos de Carlos V
Por el camino real de Cabezón de la Sal pasó Carlos V en su primer
viaje a España. Su origen se remonta a la invasión romana, época en la
que era una importante área de extracción de sal. De aquel tiempo se
conservan su arquitectura tradicional, donde casas en hilera y casonas
montañesas permanecen inalterables al paso del tiempo, así como el
escalofriante calabozo (siglo XVIII), ubicado a la entrada del
municipio, donde se puede visitar el cuarto del alguacil y la zona donde
se encerraba a los presos. En línea recta, pasando las vías del tren,
se descubre el Museo del Traje Regional, con una exposición permanente
de los principales trajes cántabros e instrumentos musicales utilizados
en bailes populares, convirtiéndose en el santo grial del folclore.
Mazcuerras
Sucede en Mazcuerras como en otros tantos rincones montañeses: el
tiempo viaja lento por las venas, lleva una sístole de sueño. Es la
demora del campo, que nada tiene que ver con la urgencia redicha de las
ciudades. Y así
se conserva intacta su fisonomía de antaño, su fincas, sus casonas,
todas de piedra, madera y teja con aleros y solanas floridas y
torneadas. Fue el refugio de Concha Espina. Su hermosa estatua, serena,
con su pluma y papel en mano, vigila sentada Las Magnolias, la
residencia que habitó durante su vida. También pasó grandes temporadas
Josefina Aldecoa, en una casa de indiano tan bella como su jardín.
Enfilando las viejas carreteras, seducido por la belleza de Cos, uno
puede tirar el coche para acumular silencio y destrenzar olvido. Quizás
sea ese el sentido real de un viaje por estos rincones. El silencio
emana de todos los puntos cardinales. El campo camaleónico muta de
colores por estas fechas y el río Saja lleva el gaznate semidesnudo, sin
el gran caudal de agua que llena de vida sus alrededores.
Molino de Carrejo
Si se observa el Molino de Carrejo desde el cielo, como en un plano
picado, su forma recuerda al cuerpo de una serpiente, gruesa al
principio -donde está el edificio del molino en sí- y más estrecha al
final -donde está el canal que conduce el agua hasta la presa-. Parece
especial y lo es porque se trata del primer molino de río de Cantabria.
Se ofrecerán visitas guiadas gratuitas que permitirán contemplar el
funcionamiento y la razón de su existencia.
Museo de la Naturaleza
El recorrido que propone este centro situado también en Carrejo se remonta a 7.000 años antes de Cristo para encontrar los primeros
restos de animales disecados. Después, avanza en el tiempo para conocer
el renacer de la taxidermia en la primera expedición científica
organizada de la historia, auspiciada por Felipe II. Para desarrollar
este discurso expositivo se cuenta con la colección de especies
taxidermizadas que atesoró la Universidad Pontificia de Comillas desde
el siglo XIX, que se muestra en las vitrinas originales construidas por
el arquitecto modernista catalán Domenech i Montaner. Los visitantes
podrán ver aves tropicales, como el fantástico Quetzal, ardillas
voladoras, caimanes o cocodrilos, entre otros animales. En la segunda
sala, más centrada en la taxidermia, se recrea el taller de trabajo de
un
taxidermista y se pueden observar la ambientación propia de la
época, junto con grabados, láminas y animales en pleno proceso de
elaboración.
Monumento a los Foramontanos
Después de pasar el puente de Santa Lucía se alza el monumento a los
Foramontanos, es decir de los cántabros que, en los comienzos de la
Reconquista y obedeciendo a la voluntad del rey Alfonso II, cruzaron el
valle de Cabuérniga para llegar hasta la meseta e iniciar la repoblación
de Castilla. El nombre, al parecer, deriva de 'fora montani', o sea los
que venían de fuera de las montañas. Aquí se puede comer en sus
múltiples fondas de espacios abiertos al aire puro mientras se descubren
sus hayedos y castañales, que crean un clima mágico. Perfecto para
darse el último baño de la temporada antes de guardar el bañador o coger
las botas y perderse por las sendas que lo recorren. El repertorio de
rutas que ofrece la salida desde Santa Lucía es ancho y rico.
Ruente
De regreso a la senda y a los silencios, otra de las múltiples
alternativas que ofrece este misterioso espacio donde conviven tradición
y presente es el descubrimiento de La Fuentona de Ruente, donde la
leyenda dice que una anjana habita en sus profundidades y corta el agua a
su antojo. Es esta una zona alejada de épicas, levantada con un
esfuerzo de gentes en su siglo. De esa Cantabria de carros, plazuelas y
bueyes rubios y pardos no queda más que la nobleza de los olmos y las
cicatrices dulces de los ríos Saja y Nansa, la limpia minería de sal y
las soberbias fachadas de piedra y casta montañesa que esperan el paso
de los siglos, desafiantes con sus escudos heráldicos.
Ucieda
Enclavado en pleno valle de Cabuérniga es posiblemente el pueblo con
mayor número de tabernas especializadas en cocina casera, en las
destacan las alubias blancas y rojas, las setas, o las carnes de vacuno y
caza, además las truchas del río. Sin olvidar uno de los guisos
estrella: el cocido montañés. Y el cordero. Y el rabo de toro de
Tudanca. Y el vino blanco de Nava. Estos platos dan cuerpo a la oferta
de las casas de comidas de la zona. Los hosteleros de esta zona dan al
plato 'un toque personal' que goza de reconocida fama. El último fin de
semana de agosto se celebra la fiesta del Cocido en esta localidad donde
es posible degustar este rico plato.
En la carretera que llega a los denominados montes de Ucieda se puede
observar un encantador humilladero y diversas casonas con escudo. Al
final de la carretera, descubrimos con gran sorpresa un fascinante
bosque repleto de hayas y robles que nos introduce en el Parque Natural
Saja-Besaya, dentro de la Reserva Nacional de Saja, la más extensa de
España.
Bárcena Mayor
Se dice que es el más antiguo de toda España. Sea cierta o no esta
fama, lo que sí que está claro es que es un lugar que no pertenece a
nuestro tiempo. Está en medio de un valle, fuera de cualquier carretera
principal y ajeno a cualquier innovación estilística. Todo es viejuno,
montañés y muy rural. Está en un valle flanqueado por pequeñas colinas,
con caserío concentrado, en forma rectangular, con dos calles
principales sembradas de grandes casonas que datan de los siglos XVII y
XVIII y que sorprenden por sus balcones de madera, su artesonado
tradicional y las muchas flores que pueblan cada saliente. Son de
mampostería, aunque los esquinales y vanos son de sillería y el interior
de madera. La iglesia, con la advocación a Santa María, es del siglo
XVII y tiene un interesante retablo barroco del siglo XVIII.
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