Las guerras de nuestros antepasados

24 enero 2012

A la fecha privada de su cumpleaños se le ha superpuesto la fecha pública de su desaparición, muerte y segunda desaparición, porque el drama de Marta del Castillo es que hace tres años desapareció viva y ahora sin vida sigue desaparecida, muriendo todos los días en el fuero interno de sus seres queridos. Antonio del Castillo y Eva Casanueva se merecían ser dos perfectos desconocidos, padres anónimos de sus tres hijas a los que conocerían sus vecinos del barrio, los compañeros de trabajo. El único que había salido en los papeles, valedor en la lucha de una familia por reivindicar el derecho de su hija, trágica paradoja, a un lugar donde descansar para que le recen con el corazón contrito, era el abuelo materno de Marta. Un héroe llamado José Antonio Casanueva.

Mi compañero Fernando Pérez Ávila me pasó hace unos días la copia de un reportaje que publiqué hace nueve años en este periódico. Se titulaba El claustro de los aprendices. Aparecía una foto de siete hombres; uno de ellos era José Antonio Casanueva. La historia que contaba decía mucho de la capacidad de este hombre por darse a los demás, que desde hace tres años la personaliza en esa lucha casi de llanero solitario por no perder la esperanza ni el ánimo en encontrar algún día los restos de su nieta.

El abuelo de Marta fue uno de los cuatro mil alumnos que pasaron por las Escuelas de Aprendices de Construcciones Aeronáuticas y de Hispano-Aviación y al jubilarse pensó que su bagaje y experiencia podrían serle útiles a los interesados en aprender el oficio de montadores de estructuras metálicas aeronáuticas, una especialidad en auge por las obras de ensamblaje del avión A-400M. En una comida de hermandad en la Feria, José Antonio y su compañero Ezequiel Fernández concibieron el proyecto de esta escuela para aprendices con un insólito claustro formado por jubilados de CASA y de Hispano-Aviación.

José Antonio es uno de los muchos montañeses que dejó su tierra para seguir la estela de los llamados foramontanos o jándalos, esos norteños que encontraban en Andalucía su América soñada. Nació en Cabezón de la Sal, paisano de cuna de Juan Manuel Cobo, el capitán de aquel Betis que se proclamó en 1977 campeón de la primera Copa del Rey. El padre de Eva Casanueva ya tenía los deberes hechos. Nació en plena guerra civil, fue un niño de la posguerra, de esos que a base de esfuerzo levantaron un país hecho unos zorros por un conflicto fratricida. Virtuoso del montaje de aviones, estuvo nueve años trabajando en Alemania, en Munich, donde se lo lleva un ingeniero alemán que huyó de Hitler y estuvo varios años exiliado en Cádiz.

Guerra. Posguerra. Exilio. Hitler. Palabras todas ellas que producen escalofrío. El dolor de este abuelo ejemplar, este héroe civil, le llega en pleno frenesí de palabras mucho más profilácticas: libertad, progreso, democracia, derechos humanos. No fue el enemigo en el sentido bélico de la expresión el que le arrebató a su nieta. Fue un adversario más sutil, tan cotidiano como el aire que respiramos, arropado por una conjura de silencios y contradicciones que dejaron a una familia sin una vida y sin una tumba.

Ayer terminé de leer Ababdón el exterminador, de Ernesto Sabato. Pensé en el abuelo de Marta y en los aviones en este párrafo del argentino: "Un atroz símbolo: la marcha indiferente de las cosas, mientras en medio de ellas agoniza el hombre que con amor y esperanza las creó". Las cosas siguen en su sitio, pero Marta sigue sin volver. A casa o al cementerio. Y su abuelo no tira la toalla. En aquel encuentro con los siete jubilados, hicimos recuento y les salían quince nietos. Cuando las cosas estaban en su sitio y su hija y su yerno eran dos perfectos desconocidos, dos apellidos en un buzón de correos, Del Castillo Casanueva, al que el cartero se acercaba con la bendita rutina de los días vulgares.

Aquel día de febrero de 2003, Marta, su nieta, tenía 11 años. En la vida de la hija de su hija todavía no se había cruzado el hijo de su madre. Uno se imagina al abuelo José Antonio contándole historias de aviones, tan unidos a los cuentos infantiles desde que el aviador Saint-Exupery escribió El Principito. Marta es su princesita destronada cuya desaparición hizo que su abuelo cambiara los cuentos por un viaje al corazón de las tinieblas, aunque el río Congo de Conrad fuera ahora un arroyuelo inmundo que atraviesa ese macondo de trazos irregulares llamada Caño Ronco.

José Antonio Casanueva puso en marcha la historia de la escuela de aprendices. En la imagen de hace nueve años se le ve en compañía de sus compañeros y amigos, de izquierda a derecha: José Avilés, Antonio Sánchez Troncoso, José Antonio Casanueva, Manuel Rodríguez Castro, Juan Pavón -padre de Juan Luis Pavón, subdirector de Diario de Sevilla-, Francisco Najarro y Antonio Marmolejo. Hombres de altura.

0 Opiniones...Anímate a participar :

Publicar un comentario

 
Plantilla basada en la tic-tac de blogger.